No podemos,
otra vez, evitar caer en el herirnos a nosotros mismos. Tenemos la repetida
manía de agazaparnos a la espera de nuestros propios errores y asestar la
artera puñalada ni bien nos vemos con la guardia baja. Cual perro que se
persigue la cola, pero tiene la pírrica fortuna de alcanzarla y morderla, la
psiquis argentina está genéticamente programada para autodestruirse en un
circense movimiento de flagelación.
No logramos
evitar como conjunto la tendencia a endiosar lo que nos ha hecho pobres,
defender fanáticamente lo que nuestro subconsciente nos avisa que está mal,
acallar ciegamente las voces internas y externas que nos avisan que nos la
estamos dando en la pera.
Nos dejamos
llevar por el grito de la tribuna. Parecíamos unos fenómenos. Nos desquiciamos,
y va saliendo bien. Después de haber intentado una gambeta de mas, porque
siempre todo es válido para nosotros sólo si es habiendo roto el record
anterior, acaparando titulares y placas rojas, llegamos con el tiempo contado a
provocarnos la situación límite. Foul en el área. La pelota en nuestras manos. La
Gloria o Devoto. Héroe o villano.
Nos
pensamos ganando.
Ya pesa en
el cuello la medalla dorada.
Nos tememos
perdiendo.
La tapa de
revista Gente con “Estamos Ganando” pegada en la pared del galpón del abuelo.
Nos sabemos
acreedores del amor inexcusable de nuestros salvados.
Queremos
cobrar esa deuda.
Pensamos
dónde nos tenemos que esconder si la cagamos.
Nos
contamos qué pasa si ganamos. Nos contamos qué pasa si perdemos.
Nos
embarullamos y estamos de mierda hasta el cogote.
Euforia.
Desazón.
Clímax.
Pateamos el
penal por arriba del travesaño.
Volvemos a posiciones
con los ojos llorosos, mirando el pasto, y pensando a quién le vamos a echar la
culpa. Y siempre es a uno. Nos escuchamos y nos vemos, así, derrotados antes de
que termine, bajándonos el valor ante el único cliente que importa, nuestra
propia estima, y nos asusta. El miedo nos paraliza.
Bajar los
brazos ahora o evitar hacerlo es lo que distingue lo que somos de lo que
podemos ser.
Hagan el
duelo rápido, pero recién cuando corresponda. Ahora espabilen, la mil puta
madre que los parió, y empiecen a vestirse que si hemos de morir ha de ser con
la ropa puesta.
Ochenta
días por delante hay para pegar el volantazo, retomar la épica de un
republicanismo deslucido por el desuso y salir a reventar voluntades con
argumentos, fiscalización y actitud.
Ochenta
días, suficientes para dar una vuelta al mundo en el siglo diecinueve.
Pero sin
margen para ser unos derrotistas, ni mucho menos unos estúpidos. El viaje se
debe encarar en la dirección correcta.
Así se gana
un día, por si es necesario para llorarlo, pues que sea al final. No hay lugar
para permitirnos a nosotros mismos atraparnos en la desazón.
Menos aun
cuando la llave del calvario depresivo está en una de nuestras manos. Posiblemente
nos apresuramos con Vaca Muerta y la llave estaba en la minería. Lo que
necesitábamos, aparentemente, era litio.
Nos
necesito mucho mejores. Como supimos. Estables y firmes.
No regalemos lo que fuimos. Defendamos el esfuerzo realizado.
No nos
traicionemos.
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