lunes, 12 de agosto de 2019

La esperable costumbre de la traición a nosotros mismos


No podemos, otra vez, evitar caer en el herirnos a nosotros mismos. Tenemos la repetida manía de agazaparnos a la espera de nuestros propios errores y asestar la artera puñalada ni bien nos vemos con la guardia baja. Cual perro que se persigue la cola, pero tiene la pírrica fortuna de alcanzarla y morderla, la psiquis argentina está genéticamente programada para autodestruirse en un circense movimiento de flagelación.

No logramos evitar como conjunto la tendencia a endiosar lo que nos ha hecho pobres, defender fanáticamente lo que nuestro subconsciente nos avisa que está mal, acallar ciegamente las voces internas y externas que nos avisan que nos la estamos dando en la pera.


Nos dejamos llevar por el grito de la tribuna. Parecíamos unos fenómenos. Nos desquiciamos, y va saliendo bien. Después de haber intentado una gambeta de mas, porque siempre todo es válido para nosotros sólo si es habiendo roto el record anterior, acaparando titulares y placas rojas, llegamos con el tiempo contado a provocarnos la situación límite. Foul en el área. La pelota en nuestras manos. La Gloria o Devoto. Héroe o villano.


Nos pensamos ganando.
Ya pesa en el cuello la medalla dorada.
Nos tememos perdiendo.
La tapa de revista Gente con “Estamos Ganando” pegada en la pared del galpón del abuelo.
Nos sabemos acreedores del amor inexcusable de nuestros salvados.
Queremos cobrar esa deuda.
Pensamos dónde nos tenemos que esconder si la cagamos.
Nos contamos qué pasa si ganamos. Nos contamos qué pasa si perdemos.
Nos embarullamos y estamos de mierda hasta el cogote.

Euforia.
Desazón.
Clímax.


Pateamos el penal por arriba del travesaño.


Volvemos a posiciones con los ojos llorosos, mirando el pasto, y pensando a quién le vamos a echar la culpa. Y siempre es a uno. Nos escuchamos y nos vemos, así, derrotados antes de que termine, bajándonos el valor ante el único cliente que importa, nuestra propia estima, y nos asusta. El miedo nos paraliza.


Bajar los brazos ahora o evitar hacerlo es lo que distingue lo que somos de lo que podemos ser.
Hagan el duelo rápido, pero recién cuando corresponda. Ahora espabilen, la mil puta madre que los parió, y empiecen a vestirse que si hemos de morir ha de ser con la ropa puesta.

Ochenta días por delante hay para pegar el volantazo, retomar la épica de un republicanismo deslucido por el desuso y salir a reventar voluntades con argumentos, fiscalización y actitud.

Ochenta días, suficientes para dar una vuelta al mundo en el siglo diecinueve.

Pero sin margen para ser unos derrotistas, ni mucho menos unos estúpidos. El viaje se debe encarar en la dirección correcta.

Así se gana un día, por si es necesario para llorarlo, pues que sea al final. No hay lugar para permitirnos a nosotros mismos atraparnos en la desazón.


Menos aun cuando la llave del calvario depresivo está en una de nuestras manos. Posiblemente nos apresuramos con Vaca Muerta y la llave estaba en la minería. Lo que necesitábamos, aparentemente, era litio.


Nos necesito mucho mejores. Como supimos. Estables y firmes.

No regalemos lo que fuimos. Defendamos el esfuerzo realizado.

No nos traicionemos.

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