viernes, 23 de noviembre de 2018

Memorias de una tragedia por venir - V

Climas de época. Largo y tedioso escrito sobre tres momentos de la Historia en que se apreciaban algunas regularidades puntuales que resultaron fuerzas de creación de tragedias. No es idea aquí representar la historicidad anecdótica de la llegada al poder de estos movimientos, lo cual está al alcance del interesado y profusamente documentado. Antes bien, hablemos de ideas. E ismos.

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Italia, 1923.

Para el año 1900 Italia es una de las dos naciones más jóvenes de Europa. Apenas en 1871 Roma se convirtió en su capital luego de las batallas contra las fuerzas papales y la reunificación. La composición económica, social e ideológica del país no suena extraña ni siquiera vista hoy más de un siglo después: un Sur multiétnico, agrícola y decimonónico, con relaciones familiar-tribales asentadas en lo tradicional y el liderazgo de los pater familiaes. Un Centro hasta hace nada clerical, con clase media urbana de transición entre los extremos geográficos, histórica fuente político de poder de la Península y Europa, aunque de escasa gravitación económica, y con tradición de verticalismo clerical y división funcional en estamentos (políticos a la manera del Senado, religiosos a la manera de las Órdenes, etc). Y un Norte industrializado, centroeuropeo, motor de la unificación y la apertura al mundo, con una burguesía capitalista moderna, nacionalista furiosa, fascinada por un progreso que avanzaba, incluso, más rápido en las cabezas que en las cosas.

En 1909 se funda el movimiento "futurista". Una corriente artística anclada en Milán y sus alrededores, con preceptos de ruptura con la tradición, y centrada en la glorificación de la máquina, el movimiento, la velocidad, la acción, la emoción, la violencia; fuertemente despreciativa del individuo y, sobre todo, de la racionalidad.

En 1915 Italia entra en la IGM en alianza con las potencias enfrentadas a los Imperios centrales, con la vista puesta en la expansión territorial en dirección Noreste, hacia los territorios del tambaleante Imperio Austro-Húngaro en el Litoral Adriático. El desempeño italiano fue de pobre para peor en el único frente en el que participó, siendo que incluso a finales de 1917 recibían una paliza en Caporetto, donde habrían perdido 300.000 hombres entre muertos, heridos y capturados, en menos de tres semanas (tómense un segundo para dimensionar eso) y retrocedido 80 km desde la frontera original.

Un año después, habiendo logrado contener la contraofensiva austríaca y formado una nueva línea de combate de UN MILLÓN Y MEDIO de soldados, incluyendo divisiones británicas, francesas y estadounidenses, Italia triunfa en la batalla de Vittorio Veneto contra lo que le quedaba a los imperiales, cierra la guerra en ese frente y propicia (acelera) la caída y disgregación del Imperio.

Las conversaciones de paz ignoraron por completo las promesas hechas a Italia para que entrara en la Guerra. El Imperio se dividió más o menos a lo largo de líneas étnicas previamente contenidas en esa entidad monstruosa, la asignación de territorios a Italia fue nimia.

Durante el tiempo final de la Guerra, y especialmente luego de la Revolución Rusa, las protestas de socialistas y comunistas fueron moneda corriente (incluso suprimidas con muertos por parte del ejército italiano en Milán).

Saltemos a 1923. Cinco años después del armisticio, Italia perdió mucho y ganó poco. La economía está tambaleante, intentando aprovechar la Belle Époque y los dorados '20, aunque sin éxito mayúsculo en ello. Las líneas de falla de la sociedad entre los tres ámbitos geográficos y entre izquierdas y derechas están tan a la vista como antes, y sólo bastó con un gobierno tibio incapaz de hacerse garante del orden y reclamar el monopolio de la violencia para que quedara allanado el camino al poder de Mussolini.

En el fascismo italiano confluyeron exitosamente la glorificación de la acción, el movimiento y la violencia de la corriente artística imperante, junto con la fascinación por la modernización y el maquinismo que esas corrientes compartían con los industriales del Norte. La estamentización y corporativización de la escena productiva y política y el verticalismo apelaban a tradiciones bien arraigadas en la cultura de los demás sectores, y la narrativa del sueño imperial, la traición extranjera y la restauración de la antigua gloria de Roma calzaban con el deseo de ser más de lo que se era, en tanto Italia era al mismo tiempo la nación más joven y el Imperio más antiguo de Europa.

Todas estas ideas-fuerza que podían hallarse en un balance competitivo fueron hábilmente conducidas hacia un maniqueísmo contra socialistas y comunistas, logrando que las múltiples polarizaciones se alinearan alrededor de sólo dos campos, y subsumiendo toda la vocación de conflicto en un eje bidireccional entre Nosotros y Ellos sin espacio para la moderación o la alternativa.

A la larga, la simultaneidad de visiones idílicas contrapuestas que encontraron utilidad en oponerse, la añoranza por un pasado mítico, el malestar económico y una conflictividad polar entre extremos que realimentaron el conflicto encontraron tierra fértil en un trasfondo cultural que glorificaba la acción violenta irreflexiva y desechaba el individuo en favor de un colectivo social que lo incluía como engranaje de una entidad destinada a la grandeza. La cultura de obediencia vertical estaba enhebrada en lo profundo de cada ser, a la espera de un conductor. Que apareció, para desgracia de millones.

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Alemania, 1933.

Ah, el Imperio Alemán. Para 1914, hacía tan sólo 50 años Prusia era "un ejército sin un Estado". La habilidad más política que militar de Bismarck no sólo creó un Estado, sino una potencia que derrotó al gran regulador continental, Francia, para tomar Alsace y Lorraine, se industrializó a un ritmo vertiginoso y adoptó (o inventó) novedades en todos los campos. Tarde, de todos modos, para la cucarda que distinguía una Gran Potencia de un aspirante: no quedaban espacios libres en la periferia para asentar un Imperio colonial.

Alemania tuvo en los sucesos del '14 la excusa para su guerra de expansión fronteriza, la que le otorgaría preeminencia europea y la oportunidad de reescribir las fronteras del tercer mundo a su favor. Se estrelló cuatro años después contra los tratados de paz que se vio obligada a firmar al rendirse luego de una catástrofe, renunciando territorio, aceptando la responsabilidad moral y material por la Guerra, y obligándose a pagar una suma exorbitante como reparación. La Guerra se terminó como empezó Alemania, con el Ejército tomando la atribución del Estado y negociando la paz para salvarse a sí como institución antes que al kaiser o su régimen.

Eso en cuanto a las condiciones materiales de la estatalidad. El emergente, la "República de Weimar", la podemos considerar inaugurada con la Constitución del '19, tras el intento de revolución comunista de los Espartaquistas, y disuelta de hecho en 1933. En esos 14 años, padeció igual cantidad de Cancilleres, bajo 4 presidentes, y dos monedas que en forma sucesiva licuaron su valor hasta acariciar la nada misma. Las pérdidas humanas y materiales de la guerra, el endeudamiento con los derechohabientes de reparaciones y la conflictividad con la izquierda marcaron el decenio.

Pero además, el ambiente cultural imperante en el trasfondo, antes de cesar con la derrota, se exacerbó. Desde el último cuarto del siglo anterior emanaba desde las capitales germánicas de Viena y Berlín una cultura völkisch, aquelarre romántico y nacionalista que añoraba un pasado idílico de ordenamiento de la raza en una especie de orden estamental medieval de Junkers terratenientes, campesinos realizados en la abnegación y freiereichsstadts, las "ciudades libres", los burgos comerciales. Esta ideología pan-nacionalista apelaba a la germanidad como concepto racial-étnico antes que cultural, una supuesta herencia común remontada en las profundidades del tiempo a las tribus góticas que vencieron a los romanos en Teutoburgo, aunadas a componentes místicos e interpretaciones de historias y leyendas relativas a Órdenes religiosas, sociedades masónicas, nobleza y estirpes medievales. Estructuras de obediencia verticales, por supuesto.

Todo ello, asentado sobre la firme base territorial de una Gran Alemania que incorporara los territorios pretendidamente históricos como su lebensraum, o espacio vital. Un espacio pangermano del Rhin a las llanuras ocupadas por los eslavos en Polonia, de Kiel en el Báltico a los cantones del Norte de Suiza, del Tirol hasta las marcas invadidas por el turco en los Balcanes.

Esta corriente salió de los salones de baile de las élites acomodadas y permeó con facilidad los ambientes académicos, las clases medias urbanas, los pueblitos asentados en los valles. Dotaba a cada germano de un pasado común que se extendía hasta perderse en el origen de los tiempos, demandando a cambio simplemente la pertenencia obediente y el trabajar para el engrandecimiento de su raza, especialmente contra las demás. La victoria contra ellas los haría grandes, no a cada uno, sino como un todo superior.

La visión alternativa ofrecida por los inspirados en la Revolución Rusa, en tanto... bueno, la conocemos bastante bien. Apelaba a una vuelta a las fuentes, el origen de solidaridad entre hombres que comparten una esencia común para que al fin al librarse de las mentiras que les había inoculado el capitalismo, pudieran ser realmente libres de necesidades.

Tómese aquí el último párrafo relacionado al völkisch y reemplácese "raza" por "clase".

Sí, es hastiante recalcar que el nacionalsocialismo resulta fusión de elementos autoritarios de diversas corrientes que parecen enemigas acérrimas pero ofrecen narrativas similares. Pero bien, resulta que la extinción de Weimar sucedió al encontrar a quien quiso encarnarla.

A la larga, la simultaneidad de visiones idílicas contrapuestas que encontraron utilidad en oponerse, la añoranza por un pasado mítico, el malestar económico y una conflictividad polar entre extremos que realimentaron el conflicto encontraron tierra fértil en un trasfondo cultural que glorificaba la acción violenta irreflexiva y desechaba el individuo en favor de un colectivo social que lo incluía como engranaje de una entidad destinada a la grandeza. La cultura de obediencia vertical estaba enhebrada en lo profundo de cada ser, a la espera de un conductor. Que apareció, para desgracia de millones.

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España, 1936.

El siglo XIX fue particularmente agitado para España. Lo comenzó como una de las potencias coloniales y lo terminó como una hermana menor de los países europeos, pobre, atrasada y agrícola de grandes latifundios en un mundo fabril. En el medio, la invasión napoleónica, guerras de independencia de sus colonias americanas, conflictos entre monárquicos, liberales, anarquistas y socialistas, doce golpes de Estado en 60 años. Dos monarcas expulsados, una restauración, y la ausencia de un horizonte común de acuerdo entre facciones en competencia.

Luego de mantenerse neutral a lo largo de la Gran Guerra, hubo un período de inestabilidad transversal ante la corrupción del gobierno central que culminó en el triunfo del golpe militar de Primo de Rivera en 1923. Éste tuvo que dejar el poder en 1930 frente al fracaso de su gobierno, y en 1931 ante el llamado por el rey a elecciones, los socialistas y republicanos ganaron casi todas las ciudades importantes. Se proclamó la Segunda República, y el rey huyó.

La República logró alienar a todas las facciones de una forma admirable. La secularización forzada y los amagues de reforma agraria pusieron a la derecha y los poblados agrícolas tradicionales en pie de guerra. La tibieza en marcar un rumbo industrial moderno deshizo el apoyo de las élites urbanas. La poca profundidad de reformas sociales se apareció a los socialistas como una traición. Todas y ninguna de estas medidas eran simpáticas a anarquistas y pro-fascistas en su única intención de que el caos se declarara para intentar tomar el poder. Ya en 1934, una confederación de derechas "moderadas" formó un gobierno en el que intentó cortar los salarios rurales a la mitad, purgar el ejército de elementos republicanos y restaurar el orden. Acción y reacción, la izquierda se agrupó y desencadenó la violencia callejera contra esto. Segundo momento, monárquicos y fascistas se aglutinaron.

La izquierda ganó débil las siguientes elecciones y formó un gobierno inefectivo en las generales de Febrero del 36. Cinco meses después empezaron los primeros balazos de lo que sería la Guerra Civil.

Los intentos sucesivos de formar república en España se dieron contra la Monarquía y la Iglesia. Ambas, junto al Ejército, instituciones que fueron el pilar del Estado-Nación los 500 años previos. España estaba anclada mentalmente, ya no en el XIX, sino en el XVIII. Un país agrícola, eclesiástico y tradicionalista, cuya herencia cultural seguía siendo la del Siglo de Oro, glorificación del caballero andante, el hidalgo, la violencia y la guerra al moro. En ese contexto, varias identidades nacionales aunadas bajo una bandera intentaban una difícil convivencia nacional, que estalló por los aires en la tensión entre anarquistas, comunistas, republicanos, monárquicos y fascistas, tirando todos al mismo tiempo desde puntas diferentes de un mismo mapa. La Guerra Civil fue la forma menos civil de resolver la tensión, declarando un único ganador que aglutinaría a los más parecidos y anularía a los demás.

A la larga, la simultaneidad de visiones idílicas contrapuestas que encontraron utilidad en oponerse, la añoranza por un pasado mítico, el malestar económico y una conflictividad polar entre extremos que realimentaron el conflicto encontraron tierra fértil en un trasfondo cultural que glorificaba la acción violenta irreflexiva y desechaba el individuo en favor de un colectivo social que lo incluía como engranaje de una entidad destinada a la grandeza. La cultura de obediencia vertical estaba enhebrada en lo profundo de cada ser, a la espera de un conductor. Que apareció, para desgracia de millones.

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Queda a criterio del lector interesado la búsqueda de regularidades similares en la actualidad, en el área del mundo de su interés.

Y queda como interrogante para el mismo si, de encontrarlas, prefiere sentarse a esperar que aparezca un conductor de los vectores de conflicto. O si prefiere intentar una vía humana de construir una alternativa, evitar la desgracia, y ofrecerse a sí mismo para vivir otro contexto, y la posibilidad de no repetir errores, cuando se puede avanzar en construir

Algo distinto.