Estoy viendo como moneda corriente una confusión habitual en el uso de estos dos términos, que solían tener definiciones bastantes certeras, incluso al ser utilizados como epítetos descalificativos, y me estoy empezando a preguntar por qué.
En una primera hipótesis lo relacioné con el bajísimo grado de cultura general que ostentamos, convenientemente barrido bajo la alfombra del mito de la excelsa educación argentina (que ya no es). Habremos sabido formar profesionales universitarios de excelencia, en algunas ramas de las ciencias, y siempre si aceptamos que estamos teniendo un bias infernal respecto a cómo juzgamos los resultados. Por cada supercientífico descubridor de la fórmula del agua tibia, ¿Cuántos egresados de carreras de ciencias duras hay? ¿Cuántas patentes por cada millón de dólares invertidos en universidades públicas?
Siendo generoso con un pasado aceptable respecto de la formación académica en la Argentina, está claro que el caso hoy dista mucho de estar a la altura de esa herencia. Y es incluso peor el resultado entre los graduados de secundaria, con imposibilidad manifiesta de interpretar un texto bajo parámetros que no impliquen una reacción emotiva, gutural y de ofensa o glorificación de sí mismos, o por otro lado el mero descarte o endiosamiento del texto dependiendo quién sea el emisor del mismo.
¿Entonces está resuelto? ¿Somos brutos, apenas, y por eso nos permitimos estas licencias?
Ya no es apenas tildar de “nazi”, “comunista”, “facho” al que no opina como nosotros. Eso es un vicio de la era de internet. La ley de analogías nazis de Godwin, junto con la ley de controversia de Benford, o la ley y corolarios de Wilcox-McCandlish, eximen de tener que ahondar al respecto. No es privativo nuestro, argento. Los espacios virtuales son un ágora de ciegos, donde la oscuridad que vela la vista del otro respecto de nuestra identidad genera la impunidad de nuestro discurso, y apenas existe un cierto recato narcisista en el “mantener una reputación”. Eso lo sabemos, sufrimos, y SOMOS, en mayor o menor medida, todos los usuarios de estos espacios.
Aun así, dentro de saber entender estas cuestiones, indago un poco más respecto a un tema que me sigue dando vueltas. Usar “nazi”, “comunista” o “fascista” como epíteto es fácil. Salvo los elementos más ridículamente afectos a evitar a fuerza de repetir slogans cualquier intento de sus neuronas por concretar la sinapsis, todo emisor o receptor de ese discurso estará de acuerdo en que la intención fue insultante.
Ok, le dijiste “nazi” a <<User04294NoeMBidIesMiPROgrEso>>. Podrás argumentar mejor o peor por qué, podrás tener tus razones, podrás tener razón. Lo cierto es que está claro que lo descalificaste. Lo afiliaste a una de las ideologías mas destructivas del siglo XX, le adosaste reprimir cualquier intento de libertad de expresión, mataste su capacidad percibida de expresar humanidad y empatía, lo convertiste en un racista, un asesino, un demente fanático.
Ahora bien,
¿Qué pasa cuando le decís “reaccionario” o “conservador”?
¿Qué estás queriendo decir?
¿Lo mismo?
Quizá, plantea mi segunda hipótesis, si utilizás esas expresiones estás un tanto por fuera de la simpleza obligada que consideraba el primer análisis. Es decir, trascendiste el tener la flecha “nazi” en el carcaj de argumentos, cargaste tu ballesta con algo más elaborado. Otorgo, algo bastante más refinado, y que a veces hasta aplica, según veo, al caso en cuestión. Pero no siempre. Y me pregunto, ¿la idea es utilizar palabras complejas como mero sustituto de “nazi”? ¿No es sino otro emisor de epítetos fulminantes, aunque con mejores lecturas? ¿La intención es desprestigiar a quién? ¿Al atacado, a los nazis, a los reaccionarios? ¿A todos? ¿Identificarlos entre sí?
¿O el tema viene por otro lado? Puede que sea que esos términos se definen en forma más laxa porque lo que hay que “conservar” o contra lo que hay que “reaccionar” sea más amplio?
Voy a la explicación, con resumen sucinto (y perfectible) antes.
-.-.-
Luego de las revoluciones liberales (inglesa, americana, francesa), y de sus contrarrevoluciones imperiales, surgen, a mi entender, cuatro grandes corrientes como resultado.
El marco viene a ser el siguiente. El régimen imperial previo a estas revoluciones tenía como factor común la arbitrariedad despótica de los gobernantes, especialmente alrededor de los tres pilares fundamentales: vida, libertad y propiedad.
(Pequeño paréntesis aquí, estoy hablando en promedio. No me corran con la Carta Magna y el common law por favor. A menos que quieran que las cosas se pongan feas, con lo cual espero hayan estudiado.)
Vuelvo. En términos generales, la autoridad política en las potencias europeas mantenía amplias capacidades de afectar el ejercicio de cualquiera de esos pilares. Como autoridad judicial inapelable, como sujeto a la ley pero también emisor y encarnación de la misma, como árbitro de toda transacción, y en algunos extremos como único legítimo poseedor de todo lo asible, que apenas permitía por su graciosa voluntad a los demás el usufructo, incluso de la sombra de los árboles.
Este absolutismo no sólo no era parejo en todo el territorio. Tampoco era ancestral. Destilaba como producto de un proceso de centralización del poder y condensación económica desde un feudalismo donde estas capacidades estaban extremadamente repartidas, lo cual bien reducía la cantidad de individuos al alcance del poder absoluto de un demente, bien multiplicaba exponencialmente la cantidad de gobernantes absolutos sobre porciones más pequeñas de la realidad, resultando extremadamente inestable. La situación de concentración de poder en el continente europeo en el siglo XVII tenía a lo sumo origen (incipiente) unos doscientos años antes, habiendo tenido los mil años anteriores, desde la caída del Imperio Romano, más ejemplos de Barones de la Guerra que de Emperadores.
¿Y qué hacía estable al régimen con el poder más concentrado? Bueno, la arbitrariedad en el uso de la fuerza era en realidad ultima ratio en caso de extrema necesidad. No se decapitaban revoltosos a diario porque no los había, gracias a la otra arbitrariedad: la de la asignación de recursos. A través del otorgamiento de acceso a la nobleza, de permisos de funcionamiento a guildas y asociaciones de artesanos y mercaderes, el poder político del Imperio se aseguraba la asignación de favores para tener siempre de su lado la porción mayor de los estamentos que importaban. Cuando aún así se declaraba una protesta (en general, ante una situación económica adversa), sólo entonces rodaban cabezas. En caso de ser no exitosa la revuelta, las de los revoltosos. En caso de serlo, habitualmente la del rey, emperador o noble local. Y se lo reemplazaba por otro. Habitualmente según una fórmula preestablecida, en general la herencia. La posesión del poder temporal, por tanto, era valga la redundancia temporal, y dependiente del mantenimiento exitoso de la red clientelar. Pero el régimen era estable.
Así, a un emperador malo, o a las dos partes en que se había dividido éste luego de la revuelta, lo sucedía temporalmente algún órgano transicional (consejo de nobles, regente o lo que fuese) y luego un nuevo emperador. Podemos argumentar a favor o en contra si incluso la Revolución Francesa no fue, en realidad, un proceso similar a éste.
En fin, éste es el contexto. Las corrientes que surgieron durante y a partir de los años inestables (1650 a 1815, grosso modo) buscaron inquirir básicamente acerca de las mismas preguntas que ya habían intentado responder antes todos desde Platón a Maquiavelo pasando por quien fuera que supiese escribir. Quién gobierna, por qué, qué es más estable, qué es más justo, qué es justicia, qué se puede hacer, qué no, qué asegura mayor bienestar, qué lo amenaza.
Elijo agrupar las vertientes decimonónicas en cuatro, a partir de ciertas similitudes que tienen entre sí, siendo que los matices que las separan son amplios y que a menudo las fronteras son difusas.
Y en ese sentido, para mi aparecen cuatro “respuestas” a las cuestiones planteadas por las revoluciones liberales.
La primera es la respuesta liberal, cuyo valor cardinal es precisamente la libertad, y comprende que el aseguramiento de la supervivencia y la prosperidad sólo es posible a partir del máximo de individualidad coherente con el orden y el respeto por el otro individuo libre. Para esta corriente, el poder estatal debe estar limitado severamente, dado que es preferible su inacción a su exceso, y su razón de ser es meramente asegurar que ningún individuo pueda contrariar la libertad de otro.
En segundo lugar, una vertiente comunitarista, con herencias (y justificaciones) en un primer momento surgidas de la revitalización de un ahistórico “cristianismo primitivo”. En ella el pilar de la convivencia es la igualdad, y como no puede confiarse en que cada uno elija ser igual a despecho de su posición, el poder estatal está allí para mancomunar una comunidad de dadores y recipientes, obligando a los primeros y repartiendo a los segundos.
(Hay una respuesta anarquista que toma, a mi juicio, elementos de éstas dos anteriores. Decido no tomarla por separado porque cualquier ejercicio mental que hago por llevar a la práctica su ideal siempre termina determinando me lleva como resultado a una situación de negación de libertad, vida y propiedad, sea como resultado del quiebre de la convivencia o de la necesidad de erigir un factótum que la garantice).
Estas dos “respuestas” son las rupturistas. En ambos planteos se observan cosas que no habían sido parte de la racional de existencia de ningún régimen anterior, si bien son quizá herederas filosóficas de los planteos más antiguos, los hechos al pasar de la comunidad familiar tribal a la aldea de naturales de una zona, en las raíces de Occidente. Para encontrar el origen de ambas, la evaluación primigenia de sus alternativas, podemos ir hasta la edad de oro ateniense del siglo V a.C., con sus filósofos críticos o justificantes, o al mito fundacional de Roma, sus siete Reyes y la República consiguiente.
Las dos posturas siguientes son las que se confunden entre si, hoy por hoy, y traen a colación un escrito tan árido como éste.
La palabra “conservador” puede inducir a engaño. ¿Conservar qué, exactamente? La respuesta conservadora a las cuestiones planteadas por las revoluciones liberales tiene expresión histórica en el hecho de que, desde Waterloo en adelante, Europa vivió una restauración monárquica (mas bien imperial) que restituyó el ordenamiento westfaliano, no sólo en lo relativo a las fronteras entre potencias en equilibrio, sino también al equilibrio interno de las mismas. El valor cardinal de éstas respuestas es el orden. La estabilidad del status quo. Cómo y qué ajustar respecto a lo que se rompió de los ordenamientos imperiales para que retornen, y vuelvan a sus habituales ciclos de existencia, sin volver a interrumpirse. No por amor a un Emperador, o a su corona, sino a una serie de valores que se pusieron en entredicho a partir de las revoluciones.
El órden ideal de estos conservadores es uno de élites, con un fluir posible pero muy limitado entre los comunes y los aristócratas, y el obvio destino de éstos, como aristoi (“los mejores”), de dirigir los destinos comunes. No sólo en cuestión de decisiones políticas, o militares, sino también (y muy especialmente) de estilos de vida. El comportamiento de “los mejores”, su formación, sus aptitudes, eran el signo de la salud del cuerpo social en el que estaban inmersos; el declinar de esa conciencia de responsabilidad en la orgía versallesca, el responsable de las turbaciones sufridas. La recuperación de los valores tradicionales, el medio para enmendar los males de su tiempo.
Entonces, conservar, o antes bien rescatar, una forma de vida que se había perdido, como remedio preventivo ante la disrupción del orden, con la reconstrucción de una moral sujetadora del súbdito para evitar su alejamiento de lo que es estable. Y un fuerte brazo para castigar al que se soltase.
Reaccionario, en cambio, lo entiendo referido a algo con diferencias que no son sólo de forma. Las florituras del barroco no se quedaron en los pentagramas, sino que imprimieron en las mentes de una época turbulenta la nostalgia por un pasado que quizá nunca fue como creían recordarlo. El reaccionario adora al junker, al mito artúrico, al highlander, a los paladines de Roland, la aventura de Parsifal y al Cid matamoros. Es romántico de un pasado de gloria bárbara, de las gestas heroicas de titanes inmerecidos por sus herederos, que deben dar combate a la decadencia a través de la reconstrucción del ethos gigante que se negaron a sí mismos por caer en la cómoda debilidad del progreso.
El conservador, por su parte, tiende a mantener la estabilidad del status quo haciéndole a éste las adaptaciones necesarias para su supervivencia. El reaccionario detesta todo lo que sea adaptaciones necesarias, ya que en su destino de gloria sólo existe adaptar los demás a la aceptación de su manifiesta superioridad.
El pasado épico, el jardín del Edén perdido, del reaccionario, posiblemente no haya tenido ocurrencia real en ninguna de sus versiones. Ahora, cuán útil resulta para vender una narrativa de descenso a los infiernos del héroe nacional, necesidad de expiación y futuro de resurgimiento titánico, creo que no hace falta explicarlo. Cuán necesario para este trayecto se aparece el poder encarnar en una persona a este Héroe mítico, desgraciadamente tampoco.
-.-.-
Todo este ejercicio me puso a pensar una cuestión. Es posible que los años que llevamos vividos desde que la-Historia-se-terminó-pero-no-tanto (llevaba una vida queriéndole enrostrar eso a Fukuyama) sean, cuando el tiempo nos regale la posibilidad de ponerlos en perspectiva, un real nuevo proceso de discusión de nuestras respuestas a las Preguntas inmanentes en nuestra forma de organizarnos como comunidad.
Pero también creo que, habiendo en los últimos doscientos años al mismo tiempo erigido múltiples pasados gloriosos, y arruinado las capacidades de análisis realista de nuestras propias posiciones, estamos más bien ante una lucha de reaccionarios que disputan la imposición de sus Mitos de Retorno Deseable.
Con el serio riesgo de regalarle el centro de la escena a la disputa entre fanáticos de una totalidad gloriosa que ha caído en decadencia y debe ser restaurada, para que logre por fin completar su destino de grandeza manifiesta. Y el problema que se me aparece es que lo que estamos poniendo en juego como trofeo para el ganador es una organización social que, con todos los problemas que pueda tener, ha resultado de un proceso de acople y contrabalances entre elementos liberales, comunitaristas y conservadores que, hasta el momento, se ha aparecido como el único relativamente capaz de otorgarnos un marco de convivencia cívica. Y que la razón por la que nuestra organización existente ha logrado que cesemos la guerra civil, es porque nos otorga un presente palpable y certezas futuras, antes que un pasado de referencia. Incluso se forjó como interrupción de ese pasado de matanzas civiles, en parte como respuesta a él, y para intentar evitar su repetición.
Dar por sentada la supervivencia de este marco de coexistencia me parece apresurado. Y peligroso.
Espero logremos evitar el destino horroroso de asistir al Coliseo a ver el espectáculo y terminar con las suelas pegadas a la arena. Dado que cada vez que en el pasado se le regaló el terreno a los fanáticos de la totalidad, sólo un grado de destrucción igualmente total ha permitido la reconstrucción de algo viable, y no sé si estemos a la altura de poder volver a colocar cimientos sobre una renovada capa de lágrimas.
Contra esa perspectiva sí me parece válido reaccionar.
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